por Mark Gevisser
Quizás la sesión más emocionante, en el seminario “SexPolitics: Mapping Key Trends and Tensions in the Early 21st Century” (julio/2016), organizado por el SPW en Durban, Sudáfrica, haya sido el debate final sobre el VIH y la Sida. Richard Parker e Peter Aggleton hablaron sobre la remedicalización de la epidemia. Sus ponencias repercutieron en unísono entre los y las participantes hasta un punto que sus intervenciones hicieron eco a la rabia y al dolor de activistas e investigadores que dedicaron gran parte de sus vidas al combate de la epidemia, pero hoy se sienten defraudados – o hasta mismo perjudicados – por el comercialismo autogenerativo de la industria de la Sida.
Yo que soy más o menos un outsider en relación al SPW – este ha sido mi primer encuentro en el contexto de la iniciativa – me di cuenta de dos cosas durante esa sesión. La primera es percibir una vez más que la epidemia de Sida ha abierto un espacio para que las sociedades afrontasen la sexualidad como nunca antes hubieron hecho, generando y/o inspirando una generación de activistas e investigadores que redefinieron la forma como pensamos ese tema.
“Tantos de ellos estamos sentados en esta sala”, he dicho a mi mismo. Y ése fue mi segundo insight. Las personas reunidas por el SPW en Durban pertenecen, con muy pocas excepciones, a una generación particular, una generación pionera, mi generación. Nosotros somos hijas e hijos de la segunda ola feminista y anticolonial de los años 1960, las hermanas y los hermanos más jóvenes de los y las activistas de los derechos gays de los años 1970. Somos activistas de la Sida y activistas globales de los derechos LGBT de los años 1990 y 2000, hermanos y hermanas mayores de los activistas queer y trans de los días actuales.
El perfil generacional dió al encuentro del SPW una energía particular volcada hacia la retrospectiva y, claro, la reflexión, pero también trajo un cierto desánimo sobre el estado del arte del mundo. Me pregunto a mi mismo si hay una generación más joven de investigadores y activistas que compartieran de esa misma visión. Ese desánimo es con frecuencia el efecto de una expresión de idealismo que potencializa el activismo arduo y abnegado – un idealismo que contamina en particular aquellos de nosotros que vivieron el marxismo revolucionario de mediados del siglo XX – y, por ello, me quedé muy satisfecho cuando, al empezar el encuentro, Richard Parker nos advirtió sobre los peligros del “milenarismo inutil”.
De igual modo me pareció que el clima de pesimismo sentido a lo largo de los debates resulta del hecho que la mayoría de los y las participantes no son nativos digitales, no son exactamente “niños globalizados”. Eso significa – salvo notables execpciones – que aún entendemos activismo y advocacy con las lentes del siglo XX, o sea acciones enfocadas en la negociación con el Estado y que se desarrollan, de alguna forma, disociadas de otras dinámicas o energías que tal vez sean más difíciles de manejar tales como la revolución de la información, la migración en masa, la expansión del capitalismo de las commodities y del turismo entre otros.
Ello se refleja en lo que yo considero ser una brecha significativa en los debates del encuentro: la comprensión de los efectos de la tecnología digital y de la revolución de la información sobre la política sexual y de género además de sus prácticas. También representa una preocupación con lo que significa el poder del Estado, como señalado por Sonia Corrêa al decir que “nosotros debemos superar nuestra obsesión por el Estado”. Yo compartí de ese sentimiento en mis comentarios finales, pero al fin y al cabo me puse de acuerdo con Juan Marco Vaggione cuando nos recordó de la importancia de seguir negociando “cambios” con las estructuras de poder. Él nos sugerió “renovar nuestros votos” con los Estados pero sin dejar de tener en consideración el nuevo ambiente globalizado en el cual las demandas y agenciamientos fluyen en direcciones distintas de aquellas que predominaron en el siglo XX.
Las metáforas del “casamiento” también estuvieron presentes. Se puede decir que en muchos momentos dominaron los debates en función de los avances ocurridos en el ámbito de las reformas legales que han garantizado el derecho al casamiento igualitario y lo que eso ha representado en términos del triunfo de las luchas de la política sexual, de tal modo que ha eclipsado otras cuestiones cruciales del campo como los derechos sexuales y el trabajo sexual. Cynthia Rothschild compartió, con frustración, cómo los datos e informaciones sobre iniciativas en el ámbito de los derechos LGBT que ella y Susana Fried desarrollaron han ocupado el espacio de investigación sobre política sexual en los EE.UU., prevaleciendo ampliamente sobre otras areas como el derecho al aborto y las cuestiones relativas al trabajo sexual. Muchos participantes, sobre todo de América Latina, subrayaron el contraste entre los avances en el campo del casamiento igualitario con la ausencia de progreso o mismo regresiones en el terreno del derecho al aborto. Varias voces recurrieron a los análisis sobre homonacionalismo y homonormatividade como dimensiones centrales de ese escenario.
En el comienzo del encuentro Dipika Nath y Carrie Shelver, por ejemplo, expusieron la lógica del homonacionalismo de manera muy vívida cuando hablaron sobre las “ropas de casamiento que son manchadas de sangre por el militarismo utilizado contra los estados que no adhieren a las normas del Occidente” y que en los días actuales incluyen, obviamente, los derechos LGBT. Paul Amar nos desafió a compreender la retórica combinada de amor y guerra que circula en siglo XXI movilizada por la semántica estadounidense – expresada por el discurso del presidente Obama tras la decisión de la Suprema Corte sobre casamientos entre personas de mismo sexo. Un discurso que evoca el “trueno global de amor” desparramándose por el mundo, es decir, repercutiendo en los avances de las leyes que permiten el casamiento igualitario y que se definen como estando en oposición directa al odio, a los “brazos de la muerte”, perpretados por el Estado Islámico y los inimigos de la democracia. David Paternotte ilustró muy bien esa dinámica al examinar como fuerzas de la derecha buscan en Europa Occidental bloquear o excluir nuevos inmigrantes con base en la justificativa de su supuesta homofobia.
Sonia Corrêa recordó que la agenda del casamiento igualitario, como parte de los derechos sexuales, esta siendo objeto de juegos por parte de los Estados. Esos juegos deben ser entendidos teniendo en conta como trasfondo el proyecto de “modernización conservadora” que ha dominado América Latina desde los procesos de independencia del siglo XIX. Maria Amelia Viteri subrayó como la adherencia a la agenda del casamiento entre personas del mismo sexo se volvió un nuevo dispositivo de admisión del Sur global en el “mundo occidental civilizado”. Muchos otros participantes discurrieron sobre como los derechos LGBT, ahora concentrados bajo el paraguas del casamiento igualitario, se volvió un fetiche de la modernidad, un marcador de la ciudadanía global, una virtud para servir de trueque en los competitivos mercados globales. Anna Kirey y David Paternotte explicaron cómo – en las regiones donde se ubican sus investigaciones – la dinámica está vinculada al acceso a la Unión Europea y cómo Rusia reacciona en ese contexto alimentando la idea de “guerras culturales globales” contra el Occidente. Christine Barrow también ha examinado el modo como esas mismas “guerras culturales” están desarrollándose en el Caribe donde fuerzas reaccionarias, que hablan en nombre de los “valores tradicionales” usando ideologías religiosas están cada vez más articuladas y activas contra la “modernidad secular del Occidente”. Respecto a las fuerzas religiosas, Horacio Sívori y Juan Marco Vaggione compartieron insights importantes sobre las ideologías de la sexulidad propagadas por las iglesias evangélicas y católicas respectivamente.
Yo me quedé particularmente interessado en la interpretación de Anna Kirey en cuanto a la dramática brecha, que se observa en países del antiguo bloque soviético, entre un marco legal razonablemente progresista – como la despenalización de la homosexualidad – y las actitudes sociales muy reaccionarias contra personas LGBT. Eso se debe, según ella, a que dichas iniciativas legales decurrieron básicamente del “deseo” de los Estados de acceder a la comunidad “moderna” de las naciones europeas y no exáctamente de los movimientos de base comprometidos con cambios de fondo. En otras palabras se trata mucho más de procesos verticales operados “de arriba hacia abajo” o aún trasladados de “fuera”.
Mientras escuchaba a Kirey, me he recordado de lo que dijo el presidente de Senegal, Macky Sall, a Barack Obama por ocasión de su visita a ese país africano en 2013. Obama había acabado de se posicionar enfáticamente en favor del casamiento entre personas del mismo sexo en su país. De hecho el presidente de EE.UU. estaba señalando a su electorado doméstico además de tener en consideración que la Suprema Corte recién había derrumbado el Estatuto de Defensa del Casamiento que impedía el reconocimiento federal del casamiento entre personas del mismo sexo. El presidente Sall dijo que África, en realidad, no estaba preparada para tal y respondió con la conocida argumentación de que los africanos no están por ahí pregonando la poligamia al Occidente. Y luego el presidente senegalés defendió su posición en una entrevista al diario alemán Die Zeit relevando que cambios culturales son lentos y que el Occidente estaba exigiendo cambios muy rápidos de parte de los africanos. “Apenas otro día las relaciones entre personas del mismo sexo han sido reconocidas por ustedes pero aún así están exigiendo a los países africanos que hagan esos cambios ¡ahora! Eso está pasando de modo muy rápido. Pero nosotros vivimos en un mundo en que las cosas cambian lentamente.”
Obviamente Sall está equivocado en dos puntos, quizás de propósito. El primer es la percepción distorcionada de que la presión por cambios viene de fuera – “¡ustedes demandan a los africanos que sea para ya!” – y su corolario: las y los africanos no tienen capacidad de elegir libremente. El segundo punto es que el mundo no está cambiando lentamente, de verdad, en razón de la revolución digital los cambios se dan de modo mucho más rápido que él (o por lo menos los patriarcas y marabous que él necesita agradar) alcanza manejar. Su argumentación es nostálgica y prevalece una imagen de mundo donde las fronteras nacionales o culturales aún están intactas o son suficientes para que sean protegidas de los vectores de la globalización. Esos argumentos no más se sostienen plenamente en el mundo contemporáneo donde actores del Sur global (o del Leste global) pueden estar sujetos a muchas influencias pero toman sus propias decisiones y tienen agencia propia. Aunque Anna Kirey tal vez esté correcta en su análisis sobre lo que ha pasado en el antiguo bloque soviético en los años 1990 y comienzos de los 2000 cuando la revolución digital aún no había se consolidado plenamente.
En contrapunto a la suposición de Sall de que los extranjeros están imponiendo cambios a los africanos – y demandando que África cambie de modo más rápido de lo que sería posible – quiero recuperar las palabras que escuché de Olena Sevchenko en 2013, una de las líderes del movimiento LGBT ucraniano. Son palabras, creo yo, que deben ser escuchadas por cualquier persona interesada en advocacy o activismo en derechos humanos y sexualidad, pues explican como sus acciones no se dan en el vacuo, sobre todo en los días actuales, en un mundo globalizado y digitalizado.
“La sociedad ucraniana seguro no está preparada para los derechos LGBT. Pero las personas LGBT ucranianas, ellas mismas, no pueden más ser ‘detenidas’. Ellas están online. Ellas asisten la TV. Ellas viajan. Ellas observan cómo las cosas son en otros sitios. Y ¿por qué no pueden tener libertades semejantes? ¿Por qué deben ser forzadas a vivir a escondidas? El mundo está cambiando muy rápidamente, los eventos están rebasando a nosotros en Ucrania. No tenemos elección a no ser intentar nadar en esta corriente.”
Debo decir que me quedé maravillado con la perspicacia, sabiduría, humor y senso de justicia de aproximadamente 40 personas reunidas en el seminario del SPW en Durban. También me quedé muy impresionado con la extraordinaria red del observatorio en la diversidad disciplinaria y geográfica. Entre las muchas presentaciones surgieron desafíos filosóficos puestos a la luz por investigadores como Paul Amar, akshay khanna y Maria Amelia Viteri. Resultados de investigaciones empíricas muy valiosas han sido compartidos por personas como Laura Murray, Huang Yingying y Ryan Thoreson, además de trabajos analíticos instigantes de investigadores como David Paternotte y Juan Marco Vaggione. Igual hubo declaraciones personales de participantes como Fahima Hashim, Vivek Divan, Daughtie Ogutu y Peter Aggleton.
Pero pienso que podríamos quizás haber hecho mejor se estuviéramos en sintonía con las emociones expresas por Olena Sevchenko: “nosotros no tenemos elección a no ser intentar nada en esta corriente.” Si estamos mapeando las “principales tendencias y tensiones de la política sexual de comienzos del siglo XXI”, como parte de la red global del SPW, necesitamos desarrollar una comprensión más amplía del mundo interconectado en que vivimos, bien como de los efectos de esas conexiones tanto sobre las personas que dibujan/implementan las políticas públicas como sobre las personas que a ellas están sujetas. Ello significa comprender más claramente los efectos de las fuerzas de la globalización tales como: la revolución de la información y las redes sociales digitales, la inmigración masiva, la urbanización y el turismo global, la difusión de la cultura global (tanto de las commodities como de la cultura popular), los efectos del capitalismo transnacional, de las corporaciones multinacionales y de las élites “modernizantes”, las consecuencias de lo que conocemos como política neoliberal en el Sur global.
Ello también requiere una comprensión más precisa de cómo las fronteras de los derechos humanos globales están cambiando debido a las “guerras culturales globales” entre aquellos que, de un lado, abogan por “derechos humanos universales” y aquellos que, de otro lado, luchan por los “valores tradicionales” y la “soberanía cultural”. Y eso signfica imaginar como transcurre la vida de aquellas personas que están ubicadas en esas fronteras siempre desviando de los balazos que llegan de ambos lados.
Finalmente, significa llegar a un acuerdo a respecto de cómo incluso las fronteras de la política sexual están sufriendo cambios. Quizás ahora sea tiempo de alejarse de las batallas sobre “orientación sexual” que dominaron la arena de debates en las últimas décadas y abrir espacio efectivo para las políticas de identidad de género. Comprender esa dinámica globalmente, y cómo las cuestiones de identidad de género interaccionan con las areas “tradicionales” de la investigación en política sexual – orientación sexual y derechos reproductivos y sexuales – tal vez sea uno de los principales desafíos de la red vinculada al SPW en ese esfuerzo de mapear las tendencias y tensiones globales de comienzos del siglo XXI.