Por Sonia Corrêa
Di muchas vueltas para escribir esta breve nota sobre el recién encantarse – término empleado por el escritor brasileño Guimarães Rosa para hablar de la muerte – de Rita Lee y Tina Turner. Este texto es sobre ellas, artistas admirables, personas generosas, mujeres fénix que rehicieron sus vidas tantas veces seguidas. Sus trayectorias y biografías fueron registradas por ellas mismas no sólo con la escritura, sino también con el cuerpo, la voz, la presencia. Ese registro hoy desborda de la cornucopia digital.
Escribo para hablar del lugar que ocupan en mi vida Rita y Tina. Cuando Rita se fue el 8 de mayo, me encontré llorando delante de la pantalla del ordenador. Se había ido una amiga a la que nunca había conocido en persona. Tenemos la misma edad y mezcla brasileño-estadounidense, entre otras cosas que descubrí después del Festival Record de La Canción de 1967. La veía en la televisión, todavía sin comprender bien pues me costó captar su encanto de niña hecha Emilia, que había tocado los platillos en la muy abucheada música Domingo no Parque, de Gilberto Gil, convirtiéndose en novia, bruja, payasa y muchas otras mutaciones a lo largo de su trayectoria.
Para entender la extrañeza que Rita me provocaba – yo la joven de Copacabana que escuchaba a los Beatles e iba a las protestas en vaqueros – no hay que ir muy lejos. Basta con ver el vídeo del festival para darse cuenta del abismo que había entre el conservadurismo del entorno y la singular estética visual y sonora de los Mutantes (grupo musical que Rita formaba parte a comienzos de su carrera). De hecho, en aquella época la mera palabra mutante hacía temblar fantasmagorías tan aterradoras como las que hoy se propagan en torno a la potencial dominación del mundo por la inteligencia artificial.
Muchos años después, tuve una sensación similar a la extrañeza que sentía viendo a los conciertos de los Mutantes al leer el Manifiesto Cyborg de Donna Haraway. Esos recuerdos de Rita me hicieron darme cuenta de que ella y los Mutantes han preparado mis sinapsis para procesar las fusiones entre máquina y organismo, la mezcla de realidad social y ficción, el cuerpo heteróclito que, en el imaginario teórico de Haraway, es la ancla de la “política feminista de las afinidades”. Pero, por supuesto, Rita no fue sólo esta clave anticipatoria de las complejidades teóricas que me enredarían en los capítulos siguientes de mi vida.
También fue la cantautora-antena que captaba en el aire nuestras penas, deseos, dilemas, malos humores, depresiones y alegrías para transformarlas en musicalidades cautivadoras, las cuales escuchábamos una vez y las repetíamos para siempre. Años después, cierro los ojos y recupero los hilos de sonidos y trozos de letras de Banho de Espuma, Amor e Sexo, Ovelha Negra, Lança Perfume, Mania de Você, sin olvidar Tudo Vira Bosta y, sobre todo, Chata, esa canción irónica y menos escuchada que cuadra perfectamente con los tiempos cursi actuales. Pero entre todas las canciones destaco Saúde cuyo verso final dice: “mientras sigo viva llena de gracia, quizás todavía vuelva mucha gente feliz”. La alegría de Rita que nos contagiaba fue lo que la convirtió en un pedazo de mí.
En mí Rita y Tina se unen en la musicalidad y en la forma tan peculiar como sus cuerpos ocupan los tablados. Rita ligera y saltarina, Tina majestuosa, pero ambas plenas, sin artificios. He demorado bastante para enterarme de Tina, eso pasó a finales de los ochenta o principios de los noventa, cuando mi padre me convirtió en su eterno admirador. Ya había escuchado y visto a Ike y Tina, pero hasta entonces despreciaba el vasto campo musical que mezclaba la dance music, el black soul y el rock, yo consideraba todo eso nada más que un negocio capitalista, como si todo lo demás no lo fuera. Era el tipo de feminista militante que sentía aversión por grandes divas a las que veía de antemano como estereotipos del femenino.
Viviendo fuera de la ciudad no pude ver los gloriosos espectáculos de Tina en Río en los años setenta y ochenta. Pero en la sala de video que mi padre inventó para sobrevivir al aburrimiento de la jubilación mis ideas preconcebidas se fueron a la papelera. Un día, en una escala de un vuelo entre Recife y un destino internacional, mi padre me invitó a ver un concierto de Madonna. Respondí con una feroz diatriba contra el mundo del espectáculo y sus “divas de plástico”. Él tranquilamente escuchó aquello y me preguntó: “¿Ya has visto algo de ella?” Le dije: “¡No! Y no quiero.” Riéndose, me provocó: “Creía que ya habías superado esa etapa de intransigencia y falta de inteligencia. Mírala para ver si te gusta o no”. Pues me tomé el tiempo para asistir algo de Madonna y, como él bien lo sabía, no pude resistirme. Cuando regresé una semana después me saludó sonriente: “¡Tenemos un nuevo concierto de rock capitalista para ver!”. Le pregunté: “¿Más de Madonna?”. Y él respondió: “¡No! Algo aún mejor.” Era Tina cantando Proud Mary, en 1982.
Me encantan los clips de Tina con Mick Jagger, pero para mi el rolling down the river de Proud Mary es sustancialmente mucho mejor que Like a Rolling Stone. Ahora con el Youtube ya he visto ese show innumerables veces en sus múltiples versiones, siempre cuando me he sentido aplastada por las circunstancias. Pero Tina, la metamórfica, nos legaría más aun: los mantras budistas y vedanta que grabó al final de su vida. Uno de los cuales dejo aquí como homenaje al paso indeleble de ella y de Rita por el mundo y por mí.