La feminista norteamericana propone una alianza política de los que se oponen a las condiciones de precariedad para que todos tengamos una “vida vivible”
Núria Navarro
Domingo, 6 de diciembre del 2015
De antemano, Judith Butler intimida un poco. La feminista suele salir en las fotos con gesto severo y es preciso una botella de oxígeno para bajar a las profundidades de su obra. Pero resulta que el ícono de la teoría queer -la que sostiene que el género y el sexo son construcciones sociales y, por tanto, susceptibles de entrar y salir de ellas- es una persona encantadora que hoy se siente ‘obligada’ a ampliar su frente de batalla político, inicialmente centrado en los derechos de gais, lesbianas y ‘trans’, a otras vidas precarias. Desembozar esas vidas estancadas, señala la no tan feroz Butler, puede ser el pilar de una democracia radical.
La lucha empezó por usted. A los 6 o 7 años me asaltó la cuestión de cómo vivir en mi propia piel. Tenía un cuerpo de mujer pero no me sentía mujer… Ni hombre. ¿Cuál era mi género? Por otra parte, ya entonces notaba que a mucha gente le era difícil entrar en mi mundo sin miedo, sin humillación, sin ejercer la violencia.
Ese debate interior acontecía en una familia judía tradicional de Ohio. Un tío suyo fue encarcelado por ‘trans’ y murió entre rejas. Unos primos fueron expulsados de casa por gais. Y a ella la llevaron al psiquiatra a los 15 años, cuando anunció su homosexualidad. “La única forma de describirme era como una lesbiana de bar que pasaba los días leyendo a Hegel”, definió una vez aquel pasado brumoso.
¿Sintió la violencia en carne propia? Sí. Fue una etapa de gran inquietud. No sabía cómo ir a la escuela, cómo vestir, cómo explicárselo a mis padres. No se trataba de una decisión racional, era una experiencia corporal que se imponía.
De ahí su ‘pensar desde el cuerpo’. Sí. Luchar para decidir con quién te acuestas pone el cuerpo en el centro del discurso. Todos los que pelean por la protección contra la violencia tienen el cuerpo en el centro de la organización política. Por aquel entonces, yo simplemente me pregunté cómo encontrar la libertad de aparecer en el mundo, con los otros. Pero, ojo, previamente tuve muy claro que podía.
“Hay que redefinir lo ‘humano’, de manera que incluya a cualquiera que sufre una violencia aceptada”
Ahora se pregunta cómo vivir juntos, todos, en este mundo revuelto. Y no es fácil. Si en la vida en pareja, que es un contexto de afecto, aparecen la ambivalencia y la agresividad, cohabitar en el mundo cuando somos de diferente origen, religión y lengua es aún más complicado. Pero estamos obligados a vivir juntos, a afrontar los problemas de reconocimiento del otro.
Los telediarios dicen otra cosa. Debemos preguntarnos: ‘¿Quiénes somos?’. Y no fijar una respuesta. ¡Nada de definir quiénes somos por adelantado! Es fundamental hacerse la pregunta indefinidamente.
Mientras, la economía va definiendo quién sí y quién no. ¡Es terrible! Hay gente absolutamente paralizada. Los pobres, los precarios, los sin esperanza. Pero Judith Butler tiene más preguntas que respuestas.
Vaya. ¿Ni siquiera una intuición? Cuando escribí sobre género subrayé que era un acto performativo. Es decir, defendí el género como un devenir. Lo central es que cada persona tiene el poder de actuar. Es muy importante afirmar ese poder, que yo no sentí de joven.
Querer no siempre es poder. Advierto lazos de solidaridad que van más allá de la defensa de los derechos propios y que impulsan a la movilización. Creo que es posible articular una alianza política de los que se oponen a las condiciones de precariedad, que incluya a los que la sufren. Una vez lo consigamos, una vez definamos qué es una ‘vida vivible’, podremos llegar a acuerdos políticos y económicos sobre los principios de igualdad. Hay que contar con el apoyo de los otros para contestar al poder explotador. ¿Suena utópico?
Un poco, sí. Hay que creer que es posible precisamente cuando parece que no es posible. La solución puede emerger en la escena de la imposibilidad.
Debe de ser usted muy paciente. [Ríe] Tengo esperanza.
48 feminicidios en España este año desesperan, por ejemplo. Por eso importa la acción. He pasado un tiempo en Latinoamérica y he notado la enorme alianza entre feministas y no feministas para combatir la violencia contra las mujeres y los ‘trans’. Han ido juntas a la Corte Interamericana para hacer constar que la violencia sexista es una violación de los derechos humanos. Hay que reconceptualizar la idea de ‘humano’ que incluya a cualquiera que sufra una violencia aceptada.
¿Quiénes sufren más la “violencia aceptada”? Las mujeres, las minorías raciales, los discapacitados, los sin techo, los refugiados… Pero, cada vez más, la gente que entiende su trabajo como temporal y prescindible, que no pueden pensar en futuro y sienten que, de algún modo, son responsables de su condición.
Los damnificados aumentan. La desigualdad está aumentando a cotas inaceptables.
¿Qué la indigna sobremanera? El caso de los estudiantes normalistas de Ayotzinapa, en México, por ejemplo. La violencia contra unos jóvenes que querían ejercer su derecho de reunión y de expresión es absolutamente horrible. Tanto como ver que la policía se encoge de hombros y dice ‘es imposible descubrir quién fue’, ‘no hay rastro’. Y luego aterrizan los forenses argentinos y descubren muchos ‘rastros’. Es execrable no solo la complicidad de la policía con los crímenes, sino también el silencio del Estado de México, y de mi propio país, Estados Unidos.
¿Los hipercríticos como usted se sienten cómodos en su país? Vivo en San Francisco, y en California tenemos muchos problemas con la policía, que ahora se entrena en empresas de seguridad. Tratan a la gente como a terroristas, pese a que se limiten a expresar su derecho a protestar. Expresar ideas en el espacio público empieza a ser visto como una forma de terrorismo doméstico.
¿Los atentados de París darán ‘bonus track’ al abuso? Sí. Pero redoblar la seguridad es entrar en guerra contra el propio pueblo.
Lleva 25 años aventando teorías, ¿orgullosa de algún cambio sustancial? Desgraciadamente los libros no tienen la capacidad de cambiar las cosas. Pero insisto en que es necesario sentir que es posible actuar, antes de actuar. Hay que tener la confianza y la experiencia de sí para modificar las cosas. Pero hay demasiada gente que no cree tener la capacidad.
En el caso de las mujeres, convendría que se interesaran los hombres. El feminismo es un movimiento para las mujeres, para los hombres y para los que desbordan el género normativo.
claves biográficas
- Creció en una familia judía de Cleveland (Ohio) de ascendencia húngara y rusa. Recibió una educación religiosa, pero a los 15 años trinchó las expectativas paternas al declarar que tenía novia.
- La lectura precoz de Simone de Beauvoir (“no se nace mujer, se llega a serlo”) fue la chispa que encendió su teoría del género y el sexo.
- ‘El género en disputa’ (1990), ‘Cuerpos que importan’ (1993), ‘Vida precaria’ (2006) y ‘Marcos de guerra. Las vidas lloradas’ (2010) son algunos de sus títulos.
- Su pareja, Wendy L. Brown, es profesora de Filosofía Política en Berkeley. Juntas adoptaron a un niño.
Bien, ¿pero qué les diría a ellos? Es importante que participen en el feminismo porque pueden influir sobre otros hombres, dar ejemplo de una masculinidad alternativa, no violenta. El mejor feminismo es el que se opone a la desigualdad, la subyugación y la explotación. El que trabaja sobre el concepto de poder.
¿Cuántas paradas faltan para el fin del patriarcado? [Ríe] Aún hay demasiados marcos de poder a combatir, no solo ese. El racismo, la misoginia, el colonialismo, el capitalismo. Poner en cuestión todos los vínculos de poder es una tarea posible.
¿Por ahí pasa la emancipación? Lo peor es ser absolutamente dependiente de un poder que te oprime. Es una subyugación invivible, horrible en su circularidad. La liberación de ese poder es una forma de emancipación. Lo aceptable es ser dependiente de una forma de poder que no oprime, que permite vivir. En cualquier caso, la emancipación se logra de manera colectiva.
¿Y usted, de qué o quién depende? De quienes amo y me aman, de todos aquellos que me leen.
Benditos. Sus libros son endemoniadamente difíciles. ¡Oh, lo siento de veras! Pero hay gente que le gusta trabajar con el lenguaje y medirse con la dificultad.
En su línea. ¿Ha logrado al fin estar bien en su propia piel? [Ríe] De vez en cuando.